No se si a usted que está leyendo esto le ha pasado lo que a mi hace poco. Era uno de esos días oscuros que al pasear por Sevilla es cuando más se siente esa Sevilla que se nos fue, una Sevilla en blanco y negro que se recuerda por los libros y por lo que nuestros abuelos nos contaron, una Sevilla sin bullas ni gritos, una Sevilla silenciosa por la que yo iba caminando hacia la Casa de las Hermanas de la Cruz.
Cuando llegué, un señor muy amable me dijo, no se preocupe usted que ya he llamado, algo deben de estar haciendo, y pasado unos segundo antes de abrirse la puerta dijo; el bien, el bien hijo, quedándome yo sin respuesta alguna porque lo decía como si estuviera conmigo y a la vez dentro del Convento en ese mismo instante en fin, una sensación muy extraña sentí, no mala, extraña, algo que se me iba de las manos, como si fuese a ver a un Ángel.
Y esperando para entrar en la Casa de las Hermanas de la Cruz, la puerta fue abierta, si, como siempre se dirá usted. Pero yo que estaba allí, le puedo asegurar que la Hermana que abrió era un Ángel, muy amable y sobre todo por su mirada santa y a la vez penetrante, igual que el señor de la puerta, al cual no lo vi entrar ni salir, no sé si fue mi estado pero entre como nunca antes lo había hecho, fuera de mi y pensando que había visto a dos Ángeles, porque sepan, que los Ángeles también están con nosotros, como un niño cuando muere por ejemplo, eso es un Ángel lo que se ha ido. Pues igual hay muchos otros y no lo vemos, como ese señor y esa Hermana que abrió la puerta y no necesitaban alas para ser Ángeles ni estar en el cielo.